Querid@s herman@s: ¡Paz y Bien!
El don del Evangelio está en la raíz de la vida religiosa. En el Evangelio se escucha la voz de Cristo y de esa escucha brota la riqueza y diversidad de los carismas de la vida religiosa en la Iglesia y para el mundo. Cada comunidad religiosa se descubre llamada a anunciar aquello que vive, convirtiéndose de esa manera en evangelizadora. El gran claustro de la vida religiosa es el mundo, y con él se tiene una obligación: compartir el Evangelio. Las múltiples opciones que la vida religiosa ofrece son el fruto de una total confianza en la Providencia, actitud que otorga la libertad para andar por el mundo sin ataduras.
El reconocimiento que hace la Iglesia de la santidad de algunos de sus hijos e hijas –y en este mismo mes hemos sido de nuevo testigos de ello- equivale a la propuesta de modelos que imitar mientras recorremos los caminos del mundo como evangelizadores con el corazón vuelto al Señor. Vivir entre las gentes implica una actitud de simpatía por el mundo, en el sentido no de acomodamiento a él, sino de mirada positiva sobre los contextos sociales, culturales y religiosos que nos trae el cambio de época en que vivimos. Y esto sólo es posible en el ejercicio del amor.
Decía el santo Cura de Ars, cuya memoria tendremos presente durante este curso, que “el sacerdocio es el amor del corazón de Cristo”. Y santa Teresa del Niño Jesús, con cuya memoria hemos entrado en el mes de octubre, esto otro: “en el corazón de la Iglesia yo seré el amor”. La vocación a la vida religiosa es una llamada a ejercer el sacerdocio del amor, que, otorgado a todos por igual en el bautismo, se expresa en una rica diferencia de carismas, regalo de Dios a la Iglesia y a la humanidad.
P. Saturnino Vidal Abellán, ofm
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